martes, 7 de junio de 2016

San Juan de Manapiare - Parte II


              
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San Juan de Manapiare - Parte II




Texto y Fotos: Hugo Madriz

Despertó la noche matizando el cielo con los intensos colores del fuego, irrumpieron sobre la serranía los primeros rayos de luz, despertaron las aves llenando de vida y alegría el vacío del silencio, la sutil neblina que envolvía el ambiente lentamente se disipó y  nosotros, con un profundo suspiro cortamos nuestro feliz sueño, dándole la bienvenida a una nueva mañana que abrió su luz sobre nuestros rostros.

Nuestra vista, con la tranquilidad que contagia una plácida mañana, nos fue incorporando poco a poco a aquel entorno paradisíaco de nuestro Amazonas. Nos encontrábamos sumergidos en la inmensa soledad de una extensa sabana de verdes pastos, que se abría paso hacia el infinito sur, contorneándose entre tres imponentes serranías: Maigualida, El Danto y Guanay.

RUMBO HACIA CAÑO SANTO


Después del agitado día anterior, salir de nuestras hamacas no fue fácil. El tiempo pasaba sin darnos cuenta, acostados, balanceando nuestros perezosos cuerpos con la mente en blanco, saboreando con pasividad la fresca brisa de aquella mañana, sumergidos en un ambiente de profunda tranquilidad. Luego de este merecido ocio, al incorporar la mirada a nuestro entorno, me sorprendí de lo que veía. Estábamos a sólo unos cientos de metros de la casa abandonada que tanto tratamos de localizar la oscura noche anterior.

Recoger todo nos tomó más tiempo del usual, nuestros lentos cuerpos se negaban a la idea de continuar tan pronto la extenuante lucha, por lo que decidimos llegarnos hasta Caño Santo, y en aquel paraíso tomar un merecido descanso durante el resto del día y continuar nuestro recorrido la mañana siguiente.

En el lugar donde pernoctamos habíamos perdido el rastro del camino al rodar en la oscura noche, por lo que a pesar de estar tan cerca de aquella casa, llegar hasta ella tomó mas de dos horas porque el campo que debíamos atravesar estaba minado de grandes promontorios de tierra, que hacían muy difícil nuestro tránsito. Para orientarse y localizar con facilidad el rastro del camino que recorre la sabana, rumbo hacia Caño Santo, es imprescindible subir hasta la loma donde está la casa, ya que el camino arranca desde allí.
Al llegar a la loma, pudimos divisar fácilmente la pica sobre la sabana y de inmediato arrancamos a toda marcha por este camino que se interna en la sabana con rumbo hacia el sur.



La sabana permite que nos desplacemos a buena velocidad, sólo algunos caños y el río Manapiare, disminuido en caudal en esta época del año, detenían la marcha por algunos momentos. Al cabo de una hora ya estábamos tocando la pista de aterrizaje de caño Santo y luego, unos metros más allá, deteníamos la marcha a orillas del espectacular Caño Santo, toda una bendición de la naturaleza. Caño Santo fue, hasta hace unos 10 años, un centro de turismo de aventura, dotado de todas las comodidades, donde llegaba por avión gente de todas partes del mundo. Su principal atracción es el entorno natural y salvaje de aquel perdido confín de nuestro estado Amazonas, además de las aguas del caño, que corren sobre un manto de rocas y se represan en espectaculares pozos naturales de cristalinas y profundas aguas. El nombre de caño Santo le viene del cerro donde nacen sus aguas, el cual tiene en su cima una gran roca saliente que semeja la imagen de un monje mirando hacia el horizonte. Hoy, de aquellas instalaciones quedan sólo sus ruinas, todo fue quemado y destruido.

Sin perder tiempo, nos sumergimos en aquellas espectaculares aguas de agradable temperatura. Nos hacía falta un buen chapuzón y hasta nuestro compañero herido se dio su merecido baño, acostado sobre una silla plegable, con el pie en alto. Como es característico en el grupo Georama 4x4, la alegría de sus integrantes hizo que el tiempo pasara de lo más agradable. Aquel reparador baño se prolongó hasta el oscurecer, hubo tiempo hasta para lavar la ropa y hacerle mantenimiento a los carros, con toda tranquilidad y paciencia. Aquella noche la cena fue espectacular, sonaron como nunca los olvidados equipos de audio, compartimos la comida y todo culminó en una gran fiesta, motivados por la alegría que contagia llegar a este lugar.


 OTRA VEZ LA INTRINCADA SELVA

La mañana siguiente nos movimos lentamente, muy temprano de nuevo al agua; parecía que en silencio nos resistíamos a la idea de internarnos de nuevo en aquella selva que nos esperaba con toda su carga de adrenalina. Hacia el mediodía debimos apurarnos para arrancar, ya retrasados, rumbo hacia Manapiare.

Atravesamos Caño Santo, río abajo, y luego nos fuimos internando en la selva por un camino perdido entre la maleza, que nos aguardaba llena de nuevas y desconocidas emociones. Esta selva, que se extiende desde Caño Santo hasta Manapiare, es la más inhóspita de todas las que atravesaremos en nuestro recorrido. Está plagada de ponzoñosos insectos y mortíferos reptiles, aquí debes medir cada paso y nunca debes descuidar donde colocas las manos. Los vehículos sufren múltiples golpes porque deben circular entre los apilados árboles, esquivando los inmensos troncos que con el tiempo caen sobre el camino; cuando se llega hasta aquí, ya no hay fuerzas para limpiar la vía y los carros deben subir como cabras sobre los troncos y ramas atravesados a su paso.

Advertidos todos sobre los peligros de esta zona, decidimos avanzar con total precaución. Lo que más temor nos infundía eran las temibles hormigas 24 horas, insectos prehistóricos (según nos comentó un estudioso del IVIC, que conocimos luego en Manapiare) que, a diferencia de las más evolucionadas, inoculan una proteína que produce intensos dolores. Para aliviarlos, el científico nos recomendó usar amoníaco u orina, en su defecto, la cual tiene la propiedad de descomponer la proteína. Aún tengo vivo el recuerdo de cómo en mi anterior viaje, hace 8 años, dos compañeros se revolcaban del dolor al ser picados por estos aterradores insectos.



El comienzo de esta selva transcurre entre claros, ocasionados por la tala de los nativos, y trechos de cerrada selva; cuando calculamos que ya no tendríamos más claros en nuestro camino, decidimos acampar en el último de ellos. A pesar de encontrar este desmalezado lugar, no nos sentíamos nada confiados, por lo que nos movimos poco en la oscuridad de la noche y muy temprano fuimos a dormir, totalmente cubiertos por los cerrados mosquiteros. Algunos nos tapamos los oídos con algodón para prevenir que a algún bicho se le ocurriera curiosear dentro de ellos, lo que ya ha pasado en otras oportunidades; por experiencia propia, es algo extremadamente desagradable y peligroso, sobre todo en un lugar tan aislado.

Al amanecer, conscientes del intenso trabajo que nos esperaba, decidimos comenzar nuestra travesía muy temprano; ya a las 7:30 a.m. estábamos rodando. No tardó mucho en comenzar el estruendoso ruido de las motosierras, encendidas para cortar cierto tipo de vegetación que obstaculizaba la vía; en otras ocasiones hacíamos rampas para pasar por encima o, como ocurrió la mayoría de las veces, si la selva lo permitía simplemente buscábamos una vía alterna.

A diferencia de las anteriores, la selva en este trayecto no es tan húmeda, los caños tienen el lecho de piedras y no requieren de tanto trabajo para vencerlos. Muchas veces acomodando las piedras, colocando una escalera o simplemente usando el winche o la guayaflex, es más que suficiente, por lo que nuestro avance era controlado sólo por las características propias de esta selva, que por su bajo follaje permitía la entrada de suficiente luz como para dejar crecer la maleza, conformada por arbustos entrelazados con lianas que cuelgan de los árboles más altos. Es tal esta maraña, que no hay más alternativa que utilizar los mismos vehículos para abrir el camino y hacerse paso. Todos los vehículos llegaron hasta aquí prácticamente sin un rasguño, pero hacia el mediodía ya no había ninguno sin más de una abolladura.



A pesar de nuestra precaución, pronto comenzaron las llamadas de auxilio ante las picadas de los feroces insectos. Uno de esos momentos me tocó a mí, a pesar de no ser alérgico y haberme enfrentado a varias picadas de abejas, avispas y hormigas durante esta travesía, algo me picó en el cuello, produciéndome una gran hinchazón, enrojecimiento y escozor en todo el tórax y extremidades, aceleración de las pulsaciones del corazón, las manos y los pies se me dormían; pero gracias a la pronta atención y a dos potentes antialérgicos, suministrados por “el Tío”, al cabo de unas dos horas ya me sentía bastante bien.

En este peregrinar se nos acabó el día y ante la férrea decisión de no acampar hasta llegar a un claro, tuvimos que rodar buena parte de la avanzada noche. En un claro acampamos, no teníamos idea del entorno, era una pequeña sabana de pasto corto, ideal para pasar la noche.
Despertamos avanzada la mañana, estábamos a las faldas de una hermosa montaña que forma parte del Cerro Morrocoy, cuyas laderas cubiertas por árboles en floración pincelaban el paisaje con tonos de un amarillo intenso, un suelo de arenas blancas y una fresca brisa que balanceaba las copas de los árboles. Con toda calma preparamos el desayuno y recogimos el campamento, por lo que fue casi al mediodía cuando se encendieron los motores.


 LLEGANDO A MANAPIARE

La cercanía de Manapiare nos llenaba de ánimo. Proseguíamos por aquel sendero y nuestro ritmo de avanzada era cada vez mejor porque se alternaban pequeñas sabanas que apuraban nuestro paso. A cada momento nos emocionaba llegar a un nuevo claro, hasta que por fin apareció el tan esperado terraplén y luego, aproximadamente a un kilómetro, las maquinarias abandonadas, que son definitivamente la señal de haber vencido aquella extensa selva. Nos llenamos de gran emoción, gritamos, tocamos corneta, nos fotografiamos sobre aquellas máquinas y salimos a gran velocidad por el polvoriento terraplén que nos llevaría pronto hasta el pueblo. Aparecieron las primeras cercas de alambre y más allá, de pronto, nos cruzamos con un vehículo del pueblo, cuyo conductor nos saludaba con una gran sonrisa. Llegamos a San Juan de Manapiare aquella tarde del 18 de abril, luego de 10 días de haber salido de los alrededores de Caicara del Orinoco, y de esta forma el grupo “Georama 4x4” inscribía su nombre entre los pocos que han logrado culminar felizmente esta hazaña.



Al llegar al pueblo, inmediatamente se nos acercó la gente a darnos la bienvenida. Nos preguntaron cómo estábamos, en qué situación llegaron los vehículos y qué nos hacía falta. Solicitamos de inmediato los servicios del médico para que chequeara  a nuestro herido y a otros compañeros con algunos problemas menores. Corrimos a tomar refrescos bien fríos, hacía mucho tiempo que no saboreábamos algo bien helado. Aquella noche fue de fiesta, luego de conocer la buena noticia de que la herida de nuestro compañero estaba en muy buen estado;  celebramos un importante triunfo: llegar a San Juan de Manapiare.

Nos tomamos dos días para descansar, conocer los alrededores y decidir nuestro regreso. Cuatro vehículos regresaríamos por tierra y la camioneta Samurai, por chalana; el herido y cuatro personas más se trasladarían hasta Puerto Ayacucho en avioneta. La comunicación con nuestras familias fue bastante complicada ya que en este pueblo no hay teléfono y sólo es posible comunicarse por radio.

 EL INTENTO DE REGRESAR POR TIERRA

Llegar de nuevo a Caño Santo, de  regreso,  fue bastante rápido. El principal inconveniente en el retorno son las ramas de los arbustos aplanadas por los carros en dirección a Manapiare, que ahora a nuestro regreso apuntan desafiantes hacia la trompa de nuestros carros. Aquí se ponen a prueba las protecciones del radiador y de las tuberías de los frenos; los pasos difíciles fueron arreglados con piedras, por lo que prácticamente no tuvimos casi que trabajar.

La noche en Caño Santo transcurrió bajo una gran tormenta, un torrencial aguacero nos hizo dormir dentro de los vehículos, pues no hubo lona capaz de protegernos. Al amanecer nos dimos cuenta de que toda la sabana estaba anegada, comenzamos temprano a recorrer la sabana para llegar a la casa abandonada. A su paso por la sabana los vehículos dejaban una gran estela de agua y su desplazamiento se hacía pesado al enterrarse los cauchos en el lodo; debíamos continuar sin parar para evitar atascarnos. Nuestro veloz retorno parecía hasta el momento indetenible, los caños estaban bastante crecidos pero podíamos cruzarlos; sin embargo, al llegar al caño del río Manapiare quedamos petrificados ante el panorama: un inmenso torrente de agua se apoderaba de lo que días atrás no era sino un simple charco.



Comenzamos a estudiar todas las posibles alternativas y a preguntarle a los “parientes” (indígenas) sus recomendaciones. Todo fue en vano, dos de nuestros compañeros amarrados con mecates se lanzaron a aquellas feroces y turbias aguas; la parte más profunda los tapaba aun con los brazos alzados. Aquellas aguas arrastrarían irremisiblemente cualquier vehículo que osara cruzarlas.

Decidimos quedarnos ese día cerca de aquel río. A partir de las cuatro de la tarde comenzó de nuevo la lluvia, que se prolongó hasta la noche, por lo que José, un amigo que conocimos en la comunidad indígena cercana, muy amablemente nos prestó una churuata para pasar la noche. Gracias a esto pudimos dormir cómodamente en nuestras hamacas. Esa noche decidimos unánimemente que si al amanecer el río no daba muestras de bajar su caudal, regresaríamos nuevamente hacia Manapiare, pues sería una locura intentar seguir a Caicara, comenzando la época de lluvias.


El siguiente día amaneció totalmente nublado. Al volver al río vimos que no había nada que hacer porque estaba más crecido, la marca que habíamos dejado quedó tapada por el agua; así que  preparamos nuestro regreso de nuevo a Manapiare. La sabana estaba ahora mucho más anegada por la continua lluvia de la noche, y no habíamos recorrido más de un par de kilómetros cuando ya estábamos todos enterrados en el fango. La tarea para rescatar los vehículos fue bastante ardua,  y luego, gracias a la ayuda de nuestro amigo José, quien fue indicándonos una salida más seca avanzando sobre su caballo delante de nosotros, logramos llegar a unas lomas al borde de la serranía que acompaña a la sabana donde se encuentra la pica original abandonada. Aunque tuvimos que reconstruir muchos pasos, no había otra alternativa; de esta forma llegamos de nuevo a Caño Santo, ya pasado el mediodía. Inmediatamente proseguimos hacia Manapiare, en cuya vía encontramos nuevos árboles caídos debido a las fuertes lluvias; sin embargo, haber pasado ya tres veces por este camino nos permitía un rastro mucho más claro, por lo que prontamente llegamos de nuevo a Manapiare.

El retorno por tierra era imposible, el grupo que conformaba la expedición valientemente lo había intentado, pero la temporada de lluvias había llegado definitivamente  a esta región del país, sumiéndonos en una preocupante situación. Sólo quedaba la alternativa de sacar los vehículos por chalana, lo que era factible en unas tres semanas; o por aire, quién sabe cuándo. Inmediatamente tratamos de hacer contacto por radio y gracias a los conocimientos en esta materia de uno de nuestros compañeros pudimos hacer contacto con amigos y familiares,  pidiendo ayuda para resolver el problema. Todo se puso en marcha, sin embargo pasaban los días sin obtener una respuesta concreta; además, el contacto por radio era una sola vez al día y a una hora determinada. Aquí nos dimos cuenta de lo importante que sería un teléfono satelital en este tipo de aventura.


Un día, al hacer contacto por radio, hubo por fin una buena noticia: un avión Hércules, de la Fuerza Aérea, tenía programado llevar unos materiales de construcción y víveres a Manapiare, en el marco del “Plan Bolívar 2000”. Se desconocía cuándo con exactitud pero sería en unos tres o cuatro días. El avión regresaría vacío, por lo que era factible que nos pudiesen ayudar a sacar los vehículos. Aquella noticia nos cambió totalmente los ánimos.

LA DESPEDIDA


Por tres días esperamos con gran ansiedad aquel dichoso avión, hasta que una mañana oímos su rugir por los aires. Rápidamente nos trasladamos a la pista de aterrizaje y luego de un par de horas volábamos sobre aquellas selvas, llevando con nosotros nuestros vehículos, rumbo a Puerto Ayacucho.


Había terminado felizmente aquella travesía. Fueron tres semanas de una intensa aventura que a todos nos cambió la forma de ver la vida; después de Manapiare éramos otros, la amistad, el compañerismo y el trabajo en grupo habían nuevamente triunfado. A través de las ventanillas del avión veíamos cómo se alejaba, perdido entre la selva y la maraña de ríos, aquel pueblo tan especial. La nostalgia nos embargaba, aquella maravillosa gente de San Juan de Manapiare se convirtió día a día en parte de nosotros, parecía que nos conociéramos de toda la vida, nos ayudaron desinteresadamente más allá de lo que pueda imaginarse; compartimos con todos sus pobladores, con quienes están a favor de reactivar la carretera y con quienes no lo están; con los policías, los médicos, los pasantes del ambulatorio, los guardias, el alcalde, los políticos, los mineros; con los “parientes”, que en sus curiaras llegaron a este puerto; con los comerciantes. En fin, compartimos con todo el pueblo, salvo, increíblemente, con un importante personaje: el cura, quien por algún extraño motivo nos negó su saludo y el favor de su ayuda.


Nunca podré olvidar cómo aquella mañana, cuando partíamos, la gente de aquel pueblo de leyenda se volcó hacia el aeropuerto para darnos desinteresadamente su despedida. Ojalá el progreso,  que inexorablemente llegará algún día a Manapiare, venido por río, por tierra o por aire, no cambie el generoso corazón de esta maravillosa gente.
Queremos agradecer la ayuda prestada por la Fuerza Aérea Venezolana, la Medicatura, la Guardia Nacional, la Alcaldía, la Policía y, en general, a todo el generoso pueblo de San Juan de Manapiare.

https://www.youtube.com/watch?v=w6RxNmaVJA4
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