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San Juan de Manapiare - Parte II
Texto y Fotos: Hugo Madriz
Despertó la noche matizando el cielo con
los intensos colores del fuego, irrumpieron sobre la serranía los primeros
rayos de luz, despertaron las aves llenando de vida y alegría el vacío del
silencio, la sutil neblina que envolvía el ambiente lentamente se disipó y nosotros, con un profundo suspiro cortamos
nuestro feliz sueño, dándole la bienvenida a una nueva mañana que abrió su luz
sobre nuestros rostros.
Nuestra vista, con la
tranquilidad que contagia una plácida mañana, nos fue incorporando poco a poco
a aquel entorno paradisíaco de nuestro Amazonas. Nos encontrábamos sumergidos
en la inmensa soledad de una extensa sabana de verdes pastos, que se abría paso
hacia el infinito sur, contorneándose entre tres imponentes serranías:
Maigualida, El Danto y Guanay.
RUMBO
HACIA CAÑO SANTO
Después del agitado día
anterior, salir de nuestras hamacas no fue fácil. El tiempo pasaba sin darnos
cuenta, acostados, balanceando nuestros perezosos cuerpos con la mente en blanco,
saboreando con pasividad la fresca brisa de aquella mañana, sumergidos en un
ambiente de profunda tranquilidad. Luego de este merecido ocio, al incorporar
la mirada a nuestro entorno, me sorprendí de lo que veía. Estábamos a sólo unos
cientos de metros de la casa abandonada que tanto tratamos de localizar la
oscura noche anterior.
Recoger todo nos tomó
más tiempo del usual, nuestros lentos cuerpos se negaban a la idea de continuar
tan pronto la extenuante lucha, por lo que decidimos llegarnos hasta Caño
Santo, y en aquel paraíso tomar un merecido descanso durante el resto del día y
continuar nuestro recorrido la mañana siguiente.
En el lugar donde
pernoctamos habíamos perdido el rastro del camino al rodar en la oscura noche,
por lo que a pesar de estar tan cerca de aquella casa, llegar hasta ella tomó
mas de dos horas porque el campo que debíamos atravesar estaba minado de
grandes promontorios de tierra, que hacían muy difícil nuestro tránsito. Para
orientarse y localizar con facilidad el rastro del camino que recorre la
sabana, rumbo hacia Caño Santo, es imprescindible subir hasta la loma donde
está la casa, ya que el camino arranca desde allí.
Al llegar a la loma,
pudimos divisar fácilmente la pica sobre la sabana y de inmediato arrancamos a
toda marcha por este camino que se interna en la sabana con rumbo hacia el sur.
La sabana permite que
nos desplacemos a buena velocidad, sólo algunos caños y el río Manapiare,
disminuido en caudal en esta época del año, detenían la marcha por algunos
momentos. Al cabo de una hora ya estábamos tocando la pista de aterrizaje de
caño Santo y luego, unos metros más allá, deteníamos la marcha a orillas del
espectacular Caño Santo, toda una bendición de la naturaleza. Caño Santo fue,
hasta hace unos 10 años, un centro de turismo de aventura, dotado de todas las
comodidades, donde llegaba por avión gente de todas partes del mundo. Su
principal atracción es el entorno natural y salvaje de aquel perdido confín de
nuestro estado Amazonas, además de las aguas del caño, que corren sobre un
manto de rocas y se represan en espectaculares pozos naturales de cristalinas y
profundas aguas. El nombre de caño Santo le viene del cerro donde nacen sus
aguas, el cual tiene en su cima una gran roca saliente que semeja la imagen de
un monje mirando hacia el horizonte. Hoy, de aquellas instalaciones quedan sólo
sus ruinas, todo fue quemado y destruido.
Sin perder tiempo, nos
sumergimos en aquellas espectaculares aguas de agradable temperatura. Nos hacía
falta un buen chapuzón y hasta nuestro compañero herido se dio su merecido
baño, acostado sobre una silla plegable, con el pie en alto. Como es
característico en el grupo Georama 4x4, la alegría de sus integrantes hizo que
el tiempo pasara de lo más agradable. Aquel reparador baño se prolongó hasta el
oscurecer, hubo tiempo hasta para lavar la ropa y hacerle mantenimiento a los
carros, con toda tranquilidad y paciencia. Aquella noche la cena fue
espectacular, sonaron como nunca los olvidados equipos de audio, compartimos la
comida y todo culminó en una gran fiesta, motivados por la alegría que contagia
llegar a este lugar.
OTRA VEZ
LA INTRINCADA SELVA
La mañana siguiente nos
movimos lentamente, muy temprano de nuevo al agua; parecía que en silencio nos
resistíamos a la idea de internarnos de nuevo en aquella selva que nos esperaba
con toda su carga de adrenalina. Hacia el mediodía debimos apurarnos para
arrancar, ya retrasados, rumbo hacia Manapiare.
Atravesamos Caño Santo,
río abajo, y luego nos fuimos internando en la selva por un camino perdido
entre la maleza, que nos aguardaba llena de nuevas y desconocidas emociones.
Esta selva, que se extiende desde Caño Santo hasta Manapiare, es la más
inhóspita de todas las que atravesaremos en nuestro recorrido. Está plagada de
ponzoñosos insectos y mortíferos reptiles, aquí debes medir cada paso y nunca
debes descuidar donde colocas las manos. Los vehículos sufren múltiples golpes
porque deben circular entre los apilados árboles, esquivando los inmensos
troncos que con el tiempo caen sobre el camino; cuando se llega hasta aquí, ya
no hay fuerzas para limpiar la vía y los carros deben subir como cabras sobre
los troncos y ramas atravesados a su paso.
Advertidos todos sobre
los peligros de esta zona, decidimos avanzar con total precaución. Lo que más temor
nos infundía eran las temibles hormigas 24 horas, insectos prehistóricos (según
nos comentó un estudioso del IVIC, que conocimos luego en Manapiare) que, a
diferencia de las más evolucionadas, inoculan una proteína que produce intensos
dolores. Para aliviarlos, el científico nos recomendó usar amoníaco u orina, en
su defecto, la cual tiene la propiedad de descomponer la proteína. Aún tengo
vivo el recuerdo de cómo en mi anterior viaje, hace 8 años, dos compañeros se
revolcaban del dolor al ser picados por estos aterradores insectos.
El comienzo de esta
selva transcurre entre claros, ocasionados por la tala de los nativos, y
trechos de cerrada selva; cuando calculamos que ya no tendríamos más claros en
nuestro camino, decidimos acampar en el último de ellos. A pesar de encontrar
este desmalezado lugar, no nos sentíamos nada confiados, por lo que nos movimos
poco en la oscuridad de la noche y muy temprano fuimos a dormir, totalmente
cubiertos por los cerrados mosquiteros. Algunos nos tapamos los oídos con
algodón para prevenir que a algún bicho se le ocurriera curiosear dentro de
ellos, lo que ya ha pasado en otras oportunidades; por experiencia propia, es
algo extremadamente desagradable y peligroso, sobre todo en un lugar tan
aislado.
Al amanecer, conscientes
del intenso trabajo que nos esperaba, decidimos comenzar nuestra travesía muy
temprano; ya a las 7:30 a.m. estábamos rodando. No tardó mucho en comenzar el
estruendoso ruido de las motosierras, encendidas para cortar cierto tipo de
vegetación que obstaculizaba la vía; en otras ocasiones hacíamos rampas para
pasar por encima o, como ocurrió la mayoría de las veces, si la selva lo
permitía simplemente buscábamos una vía alterna.
A diferencia de las
anteriores, la selva en este trayecto no es tan húmeda, los caños tienen el
lecho de piedras y no requieren de tanto trabajo para vencerlos. Muchas veces
acomodando las piedras, colocando una escalera o simplemente usando el winche o
la guayaflex, es más que suficiente, por lo que nuestro avance era controlado
sólo por las características propias de esta selva, que por su bajo follaje
permitía la entrada de suficiente luz como para dejar crecer la maleza,
conformada por arbustos entrelazados con lianas que cuelgan de los árboles más
altos. Es tal esta maraña, que no hay más alternativa que utilizar los mismos
vehículos para abrir el camino y hacerse paso. Todos los vehículos llegaron
hasta aquí prácticamente sin un rasguño, pero hacia el mediodía ya no había
ninguno sin más de una abolladura.
A pesar de nuestra
precaución, pronto comenzaron las llamadas de auxilio ante las picadas de los
feroces insectos. Uno de esos momentos me tocó a mí, a pesar de no ser alérgico
y haberme enfrentado a varias picadas de abejas, avispas y hormigas durante
esta travesía, algo me picó en el cuello, produciéndome una gran hinchazón,
enrojecimiento y escozor en todo el tórax y extremidades, aceleración de las
pulsaciones del corazón, las manos y los pies se me dormían; pero gracias a la
pronta atención y a dos potentes antialérgicos, suministrados por “el Tío”, al
cabo de unas dos horas ya me sentía bastante bien.
En este peregrinar se
nos acabó el día y ante la férrea decisión de no acampar hasta llegar a un
claro, tuvimos que rodar buena parte de la avanzada noche. En un claro
acampamos, no teníamos idea del entorno, era una pequeña sabana de pasto corto,
ideal para pasar la noche.
Despertamos avanzada la
mañana, estábamos a las faldas de una hermosa montaña que forma parte del Cerro
Morrocoy, cuyas laderas cubiertas por árboles en floración pincelaban el
paisaje con tonos de un amarillo intenso, un suelo de arenas blancas y una
fresca brisa que balanceaba las copas de los árboles. Con toda calma preparamos
el desayuno y recogimos el campamento, por lo que fue casi al mediodía cuando
se encendieron los motores.
LLEGANDO A
MANAPIARE
La cercanía de Manapiare nos llenaba de
ánimo. Proseguíamos por aquel sendero y nuestro ritmo de avanzada era cada vez
mejor porque se alternaban pequeñas sabanas que apuraban nuestro paso. A cada
momento nos emocionaba llegar a un nuevo claro, hasta que por fin apareció el
tan esperado terraplén y luego, aproximadamente a un kilómetro, las maquinarias
abandonadas, que son definitivamente la señal de haber vencido aquella extensa
selva. Nos llenamos de gran emoción, gritamos, tocamos corneta, nos
fotografiamos sobre aquellas máquinas y salimos a gran velocidad por el
polvoriento terraplén que nos llevaría pronto hasta el pueblo. Aparecieron las
primeras cercas de alambre y más allá, de pronto, nos cruzamos con un vehículo
del pueblo, cuyo conductor nos saludaba con una gran sonrisa. Llegamos a San
Juan de Manapiare aquella tarde del 18 de abril, luego de 10 días de haber
salido de los alrededores de Caicara del Orinoco, y de esta forma el grupo
“Georama 4x4” inscribía su nombre entre los pocos que han logrado culminar
felizmente esta hazaña.
Al llegar al pueblo,
inmediatamente se nos acercó la gente a darnos la bienvenida. Nos preguntaron
cómo estábamos, en qué situación llegaron los vehículos y qué nos hacía falta.
Solicitamos de inmediato los servicios del médico para que chequeara a nuestro herido y a otros compañeros con
algunos problemas menores. Corrimos a tomar refrescos bien fríos, hacía mucho
tiempo que no saboreábamos algo bien helado. Aquella noche fue de fiesta, luego
de conocer la buena noticia de que la herida de nuestro compañero estaba en muy
buen estado; celebramos un importante
triunfo: llegar a San Juan de Manapiare.
Nos tomamos dos días
para descansar, conocer los alrededores y decidir nuestro regreso. Cuatro
vehículos regresaríamos por tierra y la camioneta Samurai, por chalana; el
herido y cuatro personas más se trasladarían hasta Puerto Ayacucho en avioneta.
La comunicación con nuestras familias fue bastante complicada ya que en este
pueblo no hay teléfono y sólo es posible comunicarse por radio.
EL INTENTO DE REGRESAR POR TIERRA
Llegar de nuevo a Caño
Santo, de regreso, fue bastante rápido. El principal
inconveniente en el retorno son las ramas de los arbustos aplanadas por los
carros en dirección a Manapiare, que ahora a nuestro regreso apuntan
desafiantes hacia la trompa de nuestros carros. Aquí se ponen a prueba las
protecciones del radiador y de las tuberías de los frenos; los pasos difíciles
fueron arreglados con piedras, por lo que prácticamente no tuvimos casi que
trabajar.
La noche en Caño Santo
transcurrió bajo una gran tormenta, un torrencial aguacero nos hizo dormir
dentro de los vehículos, pues no hubo lona capaz de protegernos. Al amanecer
nos dimos cuenta de que toda la sabana estaba anegada, comenzamos temprano a
recorrer la sabana para llegar a la casa abandonada. A su paso por la sabana
los vehículos dejaban una gran estela de agua y su desplazamiento se hacía
pesado al enterrarse los cauchos en el lodo; debíamos continuar sin parar para
evitar atascarnos. Nuestro veloz retorno parecía hasta el momento indetenible,
los caños estaban bastante crecidos pero podíamos cruzarlos; sin embargo, al
llegar al caño del río Manapiare quedamos petrificados ante el panorama: un
inmenso torrente de agua se apoderaba de lo que días atrás no era sino un
simple charco.
Comenzamos a estudiar
todas las posibles alternativas y a preguntarle a los “parientes” (indígenas)
sus recomendaciones. Todo fue en vano, dos de nuestros compañeros amarrados con
mecates se lanzaron a aquellas feroces y turbias aguas; la parte más profunda
los tapaba aun con los brazos alzados. Aquellas aguas arrastrarían
irremisiblemente cualquier vehículo que osara cruzarlas.
Decidimos quedarnos ese
día cerca de aquel río. A partir de las cuatro de la tarde comenzó de nuevo la
lluvia, que se prolongó hasta la noche, por lo que José, un amigo que conocimos
en la comunidad indígena cercana, muy amablemente nos prestó una churuata para
pasar la noche. Gracias a esto pudimos dormir cómodamente en nuestras hamacas.
Esa noche decidimos unánimemente que si al amanecer el río no daba muestras de
bajar su caudal, regresaríamos nuevamente hacia Manapiare, pues sería una
locura intentar seguir a Caicara, comenzando la época de lluvias.
El siguiente día
amaneció totalmente nublado. Al volver al río vimos que no había nada que hacer
porque estaba más crecido, la marca que habíamos dejado quedó tapada por el
agua; así que preparamos nuestro regreso
de nuevo a Manapiare. La sabana estaba ahora mucho más anegada por la continua
lluvia de la noche, y no habíamos recorrido más de un par de kilómetros cuando
ya estábamos todos enterrados en el fango. La tarea para rescatar los vehículos
fue bastante ardua, y luego, gracias a
la ayuda de nuestro amigo José, quien fue indicándonos una salida más seca
avanzando sobre su caballo delante de nosotros, logramos llegar a unas lomas al
borde de la serranía que acompaña a la sabana donde se encuentra la pica
original abandonada. Aunque tuvimos que reconstruir muchos pasos, no había otra
alternativa; de esta forma llegamos de nuevo a Caño Santo, ya pasado el
mediodía. Inmediatamente proseguimos hacia Manapiare, en cuya vía encontramos
nuevos árboles caídos debido a las fuertes lluvias; sin embargo, haber pasado
ya tres veces por este camino nos permitía un rastro mucho más claro, por lo
que prontamente llegamos de nuevo a Manapiare.
El retorno por tierra
era imposible, el grupo que conformaba la expedición valientemente lo había
intentado, pero la temporada de lluvias había llegado definitivamente a esta región del país, sumiéndonos en una
preocupante situación. Sólo quedaba la alternativa de sacar los vehículos por
chalana, lo que era factible en unas tres semanas; o por aire, quién sabe cuándo.
Inmediatamente tratamos de hacer contacto por radio y gracias a los
conocimientos en esta materia de uno de nuestros compañeros pudimos hacer
contacto con amigos y familiares,
pidiendo ayuda para resolver el problema. Todo se puso en marcha, sin
embargo pasaban los días sin obtener una respuesta concreta; además, el
contacto por radio era una sola vez al día y a una hora determinada. Aquí nos
dimos cuenta de lo importante que sería un teléfono satelital en este tipo de
aventura.
Un día, al hacer contacto
por radio, hubo por fin una buena noticia: un avión Hércules, de la Fuerza
Aérea, tenía programado llevar unos materiales de construcción y víveres a
Manapiare, en el marco del “Plan Bolívar 2000”. Se desconocía cuándo con
exactitud pero sería en unos tres o cuatro días. El avión regresaría vacío, por
lo que era factible que nos pudiesen ayudar a sacar los vehículos. Aquella
noticia nos cambió totalmente los ánimos.
LA DESPEDIDA
Por tres días esperamos
con gran ansiedad aquel dichoso avión, hasta que una mañana oímos su rugir por
los aires. Rápidamente nos trasladamos a la pista de aterrizaje y luego de un
par de horas volábamos sobre aquellas selvas, llevando con nosotros nuestros
vehículos, rumbo a Puerto Ayacucho.
Había terminado
felizmente aquella travesía. Fueron tres semanas de una intensa aventura que a
todos nos cambió la forma de ver la vida; después de Manapiare éramos otros, la
amistad, el compañerismo y el trabajo en grupo habían nuevamente triunfado. A
través de las ventanillas del avión veíamos cómo se alejaba, perdido entre la
selva y la maraña de ríos, aquel pueblo tan especial. La nostalgia nos
embargaba, aquella maravillosa gente de San Juan de Manapiare se convirtió día
a día en parte de nosotros, parecía que nos conociéramos de toda la vida, nos
ayudaron desinteresadamente más allá de lo que pueda imaginarse; compartimos
con todos sus pobladores, con quienes están a favor de reactivar la carretera y
con quienes no lo están; con los policías, los médicos, los pasantes del
ambulatorio, los guardias, el alcalde, los políticos, los mineros; con los
“parientes”, que en sus curiaras llegaron a este puerto; con los comerciantes.
En fin, compartimos con todo el pueblo, salvo, increíblemente, con un
importante personaje: el cura, quien por algún extraño motivo nos negó su
saludo y el favor de su ayuda.
Nunca podré olvidar cómo
aquella mañana, cuando partíamos, la gente de aquel pueblo de leyenda se volcó
hacia el aeropuerto para darnos desinteresadamente su despedida. Ojalá el
progreso, que inexorablemente llegará
algún día a Manapiare, venido por río, por tierra o por aire, no cambie el
generoso corazón de esta maravillosa gente.
Queremos agradecer la
ayuda prestada por la Fuerza Aérea Venezolana, la Medicatura, la Guardia
Nacional, la Alcaldía, la Policía y, en general, a todo el generoso pueblo de
San Juan de Manapiare.
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